Notas

Un olavarriense en la cumbre del Aconcagua, una hazaña movida por la pasión por la montaña

Fueron 16 días en la montaña. Superaron la nieve, el viento, los casi 40 grados bajo cero, la falta de agua, los mareos y el mal de altura. El grupo se preparó durante meses y dos de ellos lograron hacer cumbre. Javier Moraga es el olavarriense que llegó al pico más alto de América, con la amistad y el amor por la montaña como bandera.

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Fernanda Alvarez - Agencia Comunica

“Hacer cumbre en el Aconcagua es un logro grupal, aunque haya sido yo el que llegó esta vez”, dice -todavía emocionado- Javier Moraga, presidente del Club de Montaña de Olavarría y único olavarriense en hacer pico en una de las montañas más altas y respetadas del mundo, el Aconcagua. La prueba extrema demandó 16 intensos días donde el sostén del grupo que concurrió fue central, más allá de la imprescindible preparación personal.
Todavía recuperándose después de la ardua expedición, Javier contó la inolvidable experiencia que vivió junto a 8 personas más. Se trató de montañistas de Olavarría -Guido Minici, José Baldi, Rafael Baldi, Lisandro Alvarez, Fernando Giretti, Alejandro Petry-, uno de Tucuman con quien hizo cumbre -Diego Foia- y otro de San Martín de los Andes, Pablo Zelaya.

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Javier Moraga, el olavarriense que cumplió el gran sueño. 

¿Que significó estar en el Aconcagua, aquella referencia en el mundo por su majestuosidad? “Son montañas icónicas”, define Javier Moraga. “Hay que ir con todo, no regalar nada porque no tenés chances. Nuestra idea era entrenar fuerte y después ver qué nos deparaba el clima y el lugar”. La naturaleza, el destino “y la Pachamama”, como él cree, le permitieron disfrutar de un paisaje y una sensación única y difícil de describir: el 2 de febrero, a las 15,30, hizo cumbre en el Aconcagua. Con él llegaron cientos de experiencias, escaladas, dudas, preparación, familia, amigos, seres queridos, deseos, proyectos. Y una certeza que se reafirma: su lugar en el mundo y su filosofía de vida es la montaña.

La preparación

La experiencia demandó unos 9 meses de preparación específica para este viaje: entrenamiento aeróbico necesario para la altura, gimnasio para obtener resistencia y fuerza en todo el cuerpo y una dieta equilibrada y sana con la hidratación como prioridad. Todo eso se sintió a la hora de empezar a subir. De todas formas, debieron pasar “otros 6 miles” antes de encarar el imponente Aconcagua. “En el montañismo dividimos en miles a la altura. Hay 3 miles, 4 miles, y la Argentina permite contar con mucha variedad”. Lo que había comenzado con el Lanín hace 8 años, con 3700 metros de altura y dificultades técnicas, hoy alcanzó los 6961 metros del más alto de América. En el medio, Javier y sus compañeros compartieron experiencias en el Cerro Domuyo en la Patagonia, El Sosneado, el Cordón del Plata, el Nevado de Cachi o el alto Cerro Mercedario, donde no pudieron hacer cumbre en dos ocasiones debido a las cuestiones climáticas.

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La primera parte de la experiencia implicó llevar todo el equipamiento al primer campamento, ubicado a 4300 metros de altura y llamado Plaza de Mulas, principal centro logístico para quienes buscan ascender. Se trata de mochilas cargadas con 25 a 30 kilos de elementos necesarios para afrontar la vida en la montaña. “En esta oportunidad lo subieron mulas, pero otras veces lo hacemos cada uno de nosotros”, narró Javier.
Guido Minici, otro de los integrantes del equipo, contó las particularidades de esta expedición: “es distinta a otras, sobre todo por la logística para subir: hay patrullas de rescate, guardaparques, papeles para completar, cuestiones administrativas y muchísima gente. Nosotros estamos acostumbrados a subir con poca gente. Esto es como una ciudad, es uno de los campamentos más organizados del mundo, porque es un objetivo a nivel mundial, incluso para andinistas de élite”.

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El grupo, factor clave.

De hecho, durante todo el ascenso caminaron junto a ucranianos, rusos, japoneses, polacos, franceses y norteamericanos, muchos de los cuales pagaron entre 10 y 50 mil dólares por las excursiones programadas con guías. Y aunque es un ambiente donde predominan los hombres, las mujeres van ganando terreno y mostrando sus habilidades físicas y mentales, como la canadiense que “nos pasó caminando, nos saludó y siguió. Admirable su técnica y fortaleza”, elogia Javier.
Los campamentos en la montaña están estratégicamente diseminados. Según la altura hay determinada cantidad de espacios para acampar: en el Aconcagua son 4. Y la organización es tal que hasta entregan al ingreso del parque bolsas para residuos y necesidades fisiológicas que deben ser devueltas en el descenso. Si no se hace, la multa puede llegar a los 3 mil dólares. “Tiene su lógica, porque a la montaña se la cuida. Y entre miles de personas, si cada uno tira y hace sus necesidades en cualquier lado, sería cualquier cosa. A pesar de todo, a veces cuesta que se cumplan esas normas”.

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La diversión también fue parte de las experiencias.

Todo es parte de la supervivencia. Y en ese sentido, el grupo es un factor fundamental. La adaptación del cuerpo a la altura es necesaria, por eso se fueron aclimatando previamente en otros valles. Una vez en el Aconcagua, hubo varios momentos duros que afrontar: por ejemplo, el clima los obligó a estar cinco días en la carpa debido a la nieve intensa. “”Había que derretir nieve para tomar agua, dentro de la carpa. A esa altura ya estábamos pasando frío, el cuerpo pasa factura, se extraña la familia, hay cosas que acá abajo están muy bien y te reís pero eso mismo allá arriba te empieza a molestar. Ahí florece el compañerismo, con los chicos somos como hermanos”, asegura.
Guido coincide: el ambiente se vuelve hostil y lo central es la actitud mental más que la física. “Uno tiene tan pocas herramientas para sobrevivir que las relaciones se vuelven muy muy cercanas. Desde lo personal y por nuestra amistad, nosotros somos hermanos, por eso es un orgullo enorme que los chicos hayan llegado. La expedición fue un éxito, porque se construye un objetivo grupal más allá de los personales. En este caso es como si hubiésemos llegado todos”.

La cumbre

La última parte es, sin dudas, la más dura. Tras llegar al campamento denominado Cólera, a 6100 metros de altura, la decisión de afrontar el último tramo es central.
El "dia ventana" (el óptimo para subir) era el 2 de febrero. "En el mismo día tuvimos sol, viento, nieve, todos los climas”, recuerda Javier.

 

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"El 2 salimos a las 4 de la madrugada. Había estado nevando, con mucho frío, hablamos de 40 grados bajo cero, pero arrancamos con una noche estrellada, nada de viento, con linternas frontales. Había salido un primer grupo de españoles, polacos y yanquis. Abajo nuestro venían filipinos, japoneses, brasileros, canadienses, ucranianos, rusos. Salimos casi todos porque era la ventana de tiempo. Amaneció hermoso, despejado. Cuando llegamos a una parte que se llama La Travesía, que es muy dura y larga, se veían nubes a lo lejos. A la hora ya estaban cerca y empezó a soplar viento", describe el montañista.
Algunos comenzaron a bajar, esa decisión clave que hay que saber tomar a tiempo porque se arriesga la vida. "A nosotros nos quedó la tormenta abajo y los que venían atrás no pudieron seguir. Estábamos a 6800 metros, a 160 metros que son durísimos y no sabíamos si íbamos a llegar".
Les llevó 3 horas hacer esos 160 metros que los separaba de la hazaña. "El sol empezó a derretir la nieve, nos hundíamos y era muy empinado. Ya a 6800 metros el oxígeno faltaba, más el cansancio, los nervios, la ansiedad... si bien la cumbre era lo que queríamos, no íbamos a arriesgarnos. Nos juntamos con Diego y coincidimos en que si seguía así la tormenta, tan cerrada, no avanzábamos. Imploramos a la Pachamama, a los seres queridos y mágicamente se despejó”. La naturaleza les abrió el camino y la cumbre, repentinamente, se hizo posible y cercana.

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Llegaron los dos solos. Allí, en la inmensidad de la montaña, sabiéndose pequeños ante tanta grandeza, Javier y Diego solo tuvieron lágrimas de emoción. Y abrazos de amigos. Además, y a pesar del viento, lograron abrir la bandera con un mensaje de ayuda y fuerza para Joaquín Draghi, el deportista en recuperación tras un accidente mientras jugaba al rugby. Antes ya habían obtenido la donación de un cuadro de parte de un artista del lugar, que será vendido o rifado para sumar al tratamiento del adolescente.
Tardaron 11 horas y media para subir los últimos 900 metros del monstruo de los Andes y 4 horas para volver al campamento. El descenso, en total, demandó dos días.

Aprendizajes

Si algo queda de la experiencia son aprendizajes. Los amigos coinciden en varios puntos: vivencias positivas, evolución, crecimiento en lo personal y en lo deportivo. “Porque debes sobrevivir en altitud extrema con lo que llevas en una mochila y nada más. Vos y tus amigos, cuidándose uno y cuidando a los otros siempre”, sintetiza Guido.
E incluso velando por la seguridad de otros apasionados por la montaña. De hecho, dieron aviso inmediato cuando encontraron en medio de la nieve a un polaco que estaba perdido, con el rostro quemado por el sol y la nieve y delirando. Luego supieron que salvó su vida milagrosamente. El destino los puso en el lugar y momento indicado.
Para Javier, el momento de hacer cumbre fue movilizador y quedará sellado en su memoria. “Lo único que hacía era agradecer a mis amigos que habían quedado atrás y nos dieron toda la buena energía y el amor de amistad, agradecía ser un privilegiado y haber llegado con mis propias piernas y brazos y agradecía el ver la magnitud de la Cordillera. Llegué gracias al esfuerzo de años”.

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¿Qué se piensa en ese momento? “Las veces que no pudimos cumplir el objetivo, la familia, los hijos, todo junto”.
Los aprendizajes incluyen, al menos desde su perspectiva que aclara no es la única, “la humildad. Por más que tengas los mejores equipos si la montaña no quiere que subas, no vas a subir. Todo esto me enseñó a acompañar y sentirme acompañado en momentos difíciles (ha fallecido gente al lado nuestro) y muchos ese día tuvieron que ser rescatados en helicópteros, con edemas de pulmón y cerebrales. A nosotros nos gustaría transmitir el espíritu del montañés: estar atento al otro, ayudar, respetar, pedir permiso. En varios momentos te encontrás con tus pensamientos, cuestiones a resolver y este lugar te arroja mucha claridad. Se simplifican y purifican los sentimientos. Me animo a hablar por el grupo: la montaña es una filosofía de vida”.
Por todo eso, asegura que “tener un amigo allá arriba para abrazarte y compartir es tan importante!”.
Después de tanto esfuerzo, claro que se valoran más las cuestiones cotidianas: desde la simple posibilidad de tener agua a una ducha y una cama cómoda. Pero la sensación de llegar a la base donde habían estado 15 días atrás no hace más que reforzar el sentimiento que se experimenta en el pecho: la plenitud, la mirada hacia adentro, la fortaleza del grupo y la seguridad de que la montaña es su pasión.
No es para menos. El sueño había sido cumplido. (Facso- Agencia Comunica)